martes, 9 de octubre de 2012

Lana


El tren que tomé a Amsterdam estaba plagado de estudiantes que se estaban graduando. Todos traían las mismas sudaderas de generación y se quejaban a la par: "No puedo cargar mi maleta", "se rompió mi bolsa", "no encuentro mis zapatos". Nos detuvimos en un poblado intermedio más del tiempo usual. Para qué hacerla de emoción, el punto es que un tronco se había atravesado en las vías por la tormenta qe hubo de madrugada, así que nos bajaron a todos y nos prometieron 5 autobuses de doble nivel para trasladarnos. Me bajé y me senté junto a unos italianos con quienes terminé platicando hasta que escuché el glorioso acento norteño mexicano. Un set de 6 personas que conformaban una familia, quejándose a risas (como sólo los nosotros sabemos hacerlo) y sacando de sus 19 piezas de equipaje toda clase de comida chatarra: papitas, chocolates, dulces, en fin toda una variedad de quitahambres tanto de Alemania como de México. Pocas veces me he sentido así mientras viajo: en familia.

El folklore de mi país no se hace esperar cuando un representante suyo anda fuera de su terruño: sombrero, botas, tejidos multicolores, carcajadas estruendosas y la sonrisa más franca y amable en la cara. El motivo por el que no extrañé (al menos en este viaje) a México es porque a donde volteara había cachitos de él. ¡Y cómo disfruté los 45 minutos que nos tuvieron varados!, así, sólo viendo a mi gente de lejos. Uno de los niños corrió entre la gente hasta llegar a mí, y sonrió como si me reconociera. "Hola" le dije, sonriéndole de vuelta, y él abrió los ojos grandes, grandes y contestó señalándome "México". Rápidamente lo relacioné con lo ocurrido en la fiesta de Mamá Orisha, fue de lo más extraño pero por algún motivo me gustó.

En Amsterdam me quede de ver con Lana, salí con ella varios días. Me hizo muy bien porque tengo años de no verla y Dios sabe cómo la quiero, pero déjenme contarles un poco acerca de ella. A Lana la conocí en la primaria, fue mi mejor amiga por años hasta que tuvo que mudarse a las costas del pacífico. No tuvimos contacto hasta que cuatro años después, por motivos de trabajo, ella regresó a la ciudad y me buscó. Nos veíamos probablemente una o dos veces al mes, y su platica me hacía reír muchísimo, tenía las historias más insolitas que contar, todas ocurridas en un Ash Ram cerca de la capital de México. Pero la última vez que hablamos no fue para contarme una aventura, sino una desgracia.

Era 16 de agosto y no llovía. Desde cuadras antes de llegar a mi casa, podía reconocer con facilidad la voz tipluda de Lana, a quien saludé efusiva y cariñosa, y como siempre, fui correspondida. Ella era de esas personas difícil de encontrar: nunca contestaba llamadas, no usaba la computadora y cambiaba de dirección constantemente. Lejos de parecerme que estaba loca, como lo creían los demás, sentía orgullo de tener una amiga así, que poco pensaba en lo social y que siempre estaba concentrada en vivir, aprender y hacer yoga.

Ese día en específico nos reunimos para asistir a un evento juntas. Era un homenaje al rey del pop. La pasé bien aunque no mejor que ella y ya que salimos tarde la invité a quedarse en mi casa a dormir. Todo bien: cenamos, le presté ropa, y ya disponíamos a acostarnos cuando se sentó en la cama y suspiró larga y profundamente, como quien está dispuesto a confesar por su propia voluntad. Por supuesto, me aterré. Se veía pálida y preocupada e imagino que pronto adquirí la misma apariencia.

-No voy a volver- dijo.
-No entiendo.
-El viaje que haré en una semana, y por lo que vine a despedirme de tu familia, no es de placer ni durará un mes, me voy de forma definitiva.

Sentí tristeza y un nudo en el estómago pero lo que más me angustiaba era la expresión de su cara que me indicaba que la conversación no iba ni a la mitad.

-Patricio cometió un fraude y sólo tú eres capaz de guardarme un secreto así.
-Perdón pero por más que lo quieras, no veo como pueda afectarte. -Pero Lana no había terminado:
- ...a mi nombre.

El silencio que se produjo ya lo esperaba ella y no podía compensarlo yo. Me senté a su lado y respiré tranquila, como si fuera algo que le pudiera contagiar. Ella no dejaba de observar el piso sin enfoque hasta que soltó la primer lágrima. Lana estaba en trance y me extrañaba muchísimo que todo el día había sonreído y convivido con mis padres y mi hermano. No ocurrió nada, sólo apoyo su cabeza en mi hombro y susurró:

-Siempre quise irme de aquí, y ahora que tengo que hacerlo no es lo mismo.



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