domingo, 30 de septiembre de 2012

Yo quería ver a Berlín


He ido a todos los tours: en camión, a pie, dados por extranjeros, por alemanes... escuché toda clase de historias con audífonos, megáfonos e incluso al oído: nada como que un nativo culto y enamoradizo te muestre su lugar de origen. 

Un día después de conocer a Ferdinand en el bar del lobby de mi hotel, me llegó una nota a recepción que decía: for mexican girl (para la niña mexicana) y un número con una F al final. La verdad es que los chilangos somos muy raros para eso del ligue: tenemos protocolos estúpidos y reglas sinsentido tales como la de los tres días (no hablarle a una persona que te gusta y que acabas de conocer a menos que hayan pasado tres días desde su encuentro y muchas veces hasta una semana) o el de los seis minutos (dejar pasar un mínimo de seis minutos antes de contestar un mensaje de la persona que te gusta) que tienen como objetivo mostrar falta de interés para que el otro insista. Ya sé, ridículo. Pero bendito Dios, no estoy en México, así que le marqué sin más ni más. Me preguntó que haría al día siguiente y me invitó a caminar por Berlín, y lo dijo en serio: estuvimos de pie nada más y nada menos que 16 horas con dos intervalos de una hora para comer y cenar. Fuimos a todos los rincones de la ciudad, usamos todos los medios de transporte, probamos toda la comida que se nos atravesó, nos tomamos todas las fotos que pudimos y nos reímos todas las veces que no nos entendimos. 

De donde soy, los niños de mi edad gustan de aparentar que tienen más años, más dinero, más todo y a él... pues no le importaban muchas cosas por lo visto, y a mí tampoco. 

Mi mamá me enseñó en qué fijarme siempre de un hombre para ver su tipo de educación: cuello y puños de la camisa, zapatos, dientes, cabello, su forma de hablar y las atenciones que se tengan de él, y por primera vez no me fijé en nada. Mis ojos no estaban puestos en Ferdinand, sino en la ciudad, juro que era otra muy distinta a la que yo había estado las tres semanas anteriores, ya no venía con un guía que me decía fechas y nombres de personas importantes, venía con alguien que quería compartirme su casa, sus maneras, sus formas. Me gusta creer que yo me expreso igual de la Ciudad de México porque la amo tanto como Ferdinand ama Berlín. Cuando me cuenta de los mitos y verdades de este lugar, los ojos le brillan diferente, la adrenalina le corre por las venas, y se nota, claro que se nota. 

Además fue un día sin turistas, aunque ciertos puntos supuraban los viajeros; en lugar de ir al restaurante que vendía hot dogs y hamburguesas nos metimos al súper y en vez de llegar a uno de los museos principales por las avenidas grandes, atravesamos jardines privados de unidades multifamiliares. Y sólo Dios sabe cómo amo ver la forma en la que la gente vive, cómo hace su vida cotidiana, notar las diferencias que tienen conmigo. Me gusta blend in, es decir, hacer lo posible porque no noten que soy de otro lugar. A juzgar por mis rasgos no podrías defenir mi nacionalidad gracias a la mezcla tan grande y confusa que hay en mi familia y esto me ayuda muchísimo a pasar desapercibida y esta extraña necesidad por camuflajearme se la comenté a Ferdinand. 

En los jardines que les conté, nos perdimos, y una amable señora que venía con una niña de unos 3 años y otro en una carreola nos dio el tour. A su paso, saludó a sus vecinas y prácticamente nos llevó hasta la puerta de nuestro destino, incluso nos invitó de las galletas de las que estaba comiendo. 

Al salir del museo, Ferdinand me tomó de la mano y creo que no pude disimular mi cara sorprendida, a lo que él sonrio y dijo en un inglés básico y encantador: sólo quiero ayudarte a que parezcas de aquí. Y así nos fuimos hasta el metro que tomamos para llegar a un cruce de calles cerca de la Galería del Este, donde todos los jóvenes de Berlín se reúnen para tomar en la calle, es una especie de precopeo. Conocí a sus amigos quienes me interrogaron 5 minutos y después nos subimos a un autobús para arribar a uno de los antros más concurridos de la ciudad. 

Llegamos. Para mi sorpresa pusieron las mismas canciones que ponen en México, así que cuando menos pude corearlas, incluso una muy famosa en portugués con lo que impacté a Ferdinand, que creía que sabía hablarlo perfectamente. Nunca pude hacerle entender que me sabía la letra por dos motivos: el portugués se parece mucho al español y la canción es extremadamente famosa y fácil.

Pasadas las dos horas fui al baño y en el camino me topé con dos amigos míos mexicanos que acabaron de hacerme el día; son unos niños a los que quiero mucho y que no veo tan seguido y ¿por qué no? estaban hospedados en mi hotel. Los llevé a mi mesa y aunque no se integraron bien (los alemanes son muy fríos con las personas que no conocen, a diferencia de los mexicanos), Ferdinand hizo hasta lo imposible por platicar con ellos y conocerlos un poco, eso me dejó mejor impresión respecto a su educación que cualquier análisis de higiene y costumbres que mi mamá haya diseñado.

Acabamos a la mitad de la madrugada platicando todos afuera del hotel. No cabe duda que para los mexicanos la fiesta nos une, porque después de varios tragos, los alemanes parecían latinos hablando con nosotros como si tuviéramos una vida de conocernos. Nos despedimos con gestos amables (¡nunca se despidan de un beso en la mejilla o abrazo de un alemán! va a creer que quieres que sea el/la padre/madre de tus hijos! -eso lo aprendí en otro momento pero ya les contaré-) e ingresamos al edificio. Quedé de verme con los mexicanos a la mañana siguiente temprano para desayunar en un restaurante que me habían recomendado, pero por supuesto que ninguno se despertó. Fue hasta la una o dos de la tarde, cuando sonó mi celular dos veces: el primero era un mensaje de Ferdinand, decía que vendría a verme en la noche, el segundo de Beto, que decía exactamente lo mismo, y yo no quería ver a ninguno, yo quería ver a Berlín.


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1 comentario:

Unknown dijo...

me encanto el final... yo no queria ver a ninguno, queria ver a Berlin!