lunes, 1 de octubre de 2012

Charlottenburg

Me desperté y atravesé la calle para desayunar en la cafetería de la contraesquina, donde las señoritas que atienden me ven rarísimo (después descubrí que era un lugar donde aceptaban vales a personas de la tercera edad, de manera tal que era rarísimo que alguien joven comprara ahí, y además con dinero real) pero los comensales eran muy amables. Pedí lo de siempre: chapata con queso crema, jitomate, lechuga y pechuga de pavo, y té negro. No sólo estaba buenísima, sino que también era lo más barato, y aunque el tema del dinero aún no era de importancia en este punto, me hacía sentir más segura traer efectivo en la bolsa. Me despedí y caminé de ahí a la calle Friedrich, una de las avenidas principales que está situada muy lejos de mi hotel, por cierto.

Mi caminata la disfruté enormemente: ya había sol (en verano, aquí empieza a amanecer por ahí de las 4 am), pajaritos y toda clase de cursilerías que me gusta que hayan cuando estoy sola. Pero me di cuenta de algo: estos condenados alemanes no abren nada hasta por ahí de las 10; y en domingo, nunca. Al principio no importó porque no tenía plan y ya había comido algo, pero al poco tiempo no supe qué hacer más que seguir caminando. La gente que anda en la calle está con sus hijos y mascotas, supongo que descansando de la semana tan infinitamente pesada que tuvieron (sí cómo no, jornaditas de 10-11 am a 4-5 pm, en mi país a eso se le llama medio tiempo).

Me asomé a un aparador de una tienda de marca. Nada que me gustara, y no que yo tenga un gusto particularmente clásico pero eso de los picos y estoperoles sobre piel negra y mink no es lo mío, al menos no en verano. Vi los zapatos, las bolsas y cuando me di cuenta había otra niña, probablemente un poco más chica que yo, haciendo lo mismo, la diferencia básica entre ella y yo, además de su cabellera rubia era que traía un vaso de unicel con monedas, claramente era indigente.
-¡Qué lindos que están!- dijo suspirando, en... ¡español!

Le sonreí como si no entendiera y me fui. Esa mujer estuvo en mi cabeza por horas, no era alemana, era simplemente una extranjera con... ¿mala suerte? En ese momento no podía ni imaginarme que la volvería a ver y que las diferencias entre nosotras se reducirían notablemente.

Me llegaron más mensajes, esta vez eran sólo de Beto. Me apoyé contra una columna para contestar y esperé respuesta. Desde ahí podía ver toda una mafia: unos señores jugando a "¿dónde quedó la bolita?" tratando de hacer que los que se acercaran apostaran con billetes de 50 euros. Nunca falta el que cae, y más atrás, otro señor volteando a ambos lados continuamente; cuando él hizo una señal todos recogieron sus cosas y salieron huyendo, probablemente de la policía.

Me llegó la respuesta de Beto: "¿Dónde estás? Paso por ti".
Le mandé mi ubicación y llegó a los 10 minutos.

-Perdona la tardanza, estaba en Charlottenburg, en la noche iremos ahí, un amigo cubano dará una fiesta de bienvenida a una señora que ha oído mucho de ti.
-¿De mí?
-De ti. Ya sabes como soy, siempre ando presumiéndote.

<"¿Ya sabrá que tronamos hace años?"> Me pregunté.

Charlottenburg tiene un antepasado lleno de historias: al final de los años 1800 era donde vivían los burgueses, y claro, donde estaba el dinero. Esto evolucionó y los dorados 20s pegaron aquí tanto como lo hicieron en Estados Unidos y otras partes del mundo. Los lugares más chic no se tardaron en construir y las celebridades más glamourosas no se hicieron esperar. Después tuvo un periodo de decadencia y albergó prostitutas y droga en los 70s, pero su suerte rebotó y se convirtió otra vez en el centro de la clase alta durante la Guerra Fría. Cayó el muro y todas las atracciones icónicas que rodeaban Charlottenburg se mudaron al Este. Hoy por hoy varios hoteles lujosos se instalaron recién en la zona, haciendo que la clase media alta y alta regrese. En términos de la Ciudad de México, aunque esta colonia sufrió la suerte de la Zona Rosa hoy es Polanco.

Me llevó a comer a su departamento, en el que estaba Alexandre cocinando, la imagen era una belleza: mandil, guantes, harina en el piso, en su cara, sacando algo del horno.

-¿Y tú que haces?- le dije.
-¡Nic!

Me abrazó lo suficientemente efusivo como para que Beto nos viera feo y me sentaron a comer, era un depa pequeño pero tenía todo lo necesario. En la mesa habían tulipanes naranjas, una de mis flores favoritas, y empecé a sentir como que todo estaba planeado.

Alex sirvió una especie de canapés con sabores mediterráneos en lo que se servía el goulash que su novia (húngara, por supuesto) le había enseñado a hacer.

-¿Cómo te trata Alemania?- Dijo Alex en su hermoso francés parisino.
-Bien, no me quejo, creo que me estoy enamorando de Berlín.
-No, no, a mí me dijiste que tu corazón estaba en Francia y que allá se quedaría.

Reímos un rato y sirvieron vino. Me sentí aliviada cuando los dos se sentaron a comer conmigo y no sólo Beto. No me gustaría pasar un momento incómodo.

La velada terminó en un bar cerrado al público pero abierto a nosotros, abarrotado de latinos y todos ahí para recibir a Mamá Orisha, como le llamaban a una señora frondosa de unos 45 años que bailaba como si tuviera 20. Fue una noche espectacular, pero pasaron cosas rarísimas. Cosas que ahora tienen sentido pero en el momento sólo me ponían a pensar.


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