sábado, 1 de diciembre de 2012

Estocolmo te amo.


El tren de Oslo a Estocolmo olía a café. Fue un trayecto lindo... por eso, y porque llovía: ni mucho, ni poco, sino de a ratos, como a mí me gusta. Me senté junto a la ventana donde podía ver de cerca las gotas que trazaban caminos por el vidrio gracias a la velocidad del aire. Amo los días así. Siento que es una forma de la naturaleza de solidarizarse conmigo y con cómo me siento a veces. Los pueblitos noruegos son preciosos, parecen salidos de una caricatura o pintados por un niño. Y el olor a café... ¿cómo algo tan sencillo puede inspirarte o cambiarte el día? Tal vez me gusta porque no soy una aficionada y nunca me he acostumbrado a su olor, y eso lo hace especial; o a lo mejor es porque no me recuerda a nada, es un aroma virgen. Supongo que de ahora en adelante cada que lo perciba, me acordaré de este tren.


Se me hizo muy fácil irme a pie hasta donde me iba a hospedar. "¿En qué momento se te ocurrió caminar del aeropuerto a tu hotel cargando maletas estúpida?"- me gritaba cada parte de mi cuerpo mientras recorría, o mejor dicho, me perdía en Estocolmo. 

Nunca he visto un cielo tan hermoso, tan colorido, tan alto. Sí, alto, sé que suena raro pero es que las nubes están muy arriba. Me costó un poco la caminada pero no me importó, la vista valió la pena. ¡Y la gente! Además de increíblemente amable (a diferencia de los habitantes de otros países nórdicos), muy sociable: los bares estaban a reventar y no dejaban de servir botellas y comida. 

¿La cárcel? ¿Por qué cuando pregunto por mi hotel todos me preguntan si voy a la cárcel? Nadie me supo explicar, pero llegué sana y salva. Estaba oscureciendo rápido y yo sólo quería una cama. 

El hotel de Estocolmo era mitad hotel y mitad hostal, es decir que en la primera parte duermes solo y en la segunda con unos cuantos más. Quedarme en el hostal me cayó como anillo al dedo, porque me encanta conocer gente y particularmente en ese viaje hace que me sienta menos sola.

Para mi sorpresa, aquello parecía casa de muñecas. Todo era de madera blanca con unos toques pasteles, y el personal era de lo más amable. Moría por ver mi habitación, pero para cuando entré, ya todas estaban dormidas (no era un hostal mixto, estaba dividido por género), así que tuve que entrar de puntillas y sacar de mi maleta mi ropa para dormir tan silenciosa como pude, pero fue imposible no hacer ruido porque todo lo que había comprado estaba colocado en orden en bolsas de celofán. Así que se asomó la chava que dormía en la parte de arriba de la litera (habían 3 literas en el cuarto) y me asustó tanto que casi se me sale un grito.

-No te preocupes, sólo quería ver quién hacía tantos sonidos.

Y se volteó para volver a dormir. Supongo que ponerme todas las cremas que normalmente uso ya no está en la lista de opciones y menos bañarme. Me acosté y estuve pensando un ratito. Fue de lo más agradable, nadie hacía ruidos ni para respirar y la luna llena más grande que he visto en el mundo se asomaba por la ventana que estaba abierta de par en par por el calor que hacía. Toda su luz entraba por ahí y me dejaba ver el mobiliario: las sillas hermosamente diseñadas, las literas perfectamente distribuidas, las cortinas de encaje beige que combinaban maravillosamente con las sábanas de algodón. 


Por un instante no quise nada, no me faltaba nada y fui plena. Ya pasaron algunos años desde entonces y a menudo cierro los ojos para volver ahí en mi mente (y como olvidar la mejor parte cuando al día siguiente desperté con “Baby I love your way” interpretada por unos niños suecos debajo de mi ventana). 

Conocí a mucha gente en Berlín, hice de todo en Amsterdam, aprendí cosas nuevas en Oslo, pero el lugar que me saca una sonrisa siempre se llama Estocolmo. Ya prometía ser uno de mis lugares favoritos y aún no amanecía...



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