sábado, 19 de enero de 2013


Una vez fui a París con Beto. Claro que no fuimos solos, fuimos con nuestros respectivos padres pero nos la pasábamos sin ellos. Nuestras familias aprovecharon para verse, ellos venían a ver a Beto y nosotros al mejor amigo de mi papá que era embajador de México en Francia. Él me mostró la Sorbona, que era donde estudiaba en aquel entonces. Y yo le enseñé el lugar donde siempre me he quedado desde que recuerdo, a unas cuadras del Arco del Triunfo. El dueño del hotel se llama Jerome y como me consiente cada que aparezco por ahí. Me ha visto chiquita, enamorada, llorando, sintiéndome sola... Y para componer mis días tristes antes me daba jugo de naranja fresco que mandaba hacer en la cocina, ahora me invita pastis.

Beto lo odiaba. Al pastis y a Jerome.

Un 27 de noviembre hacía un frío infame y Alberto quería pasear a fuerza.

-Ya no quiero caminar Alberto, ya me cansé y hace mucho frío y si mi mamá se da cuenta de que nos salimos del cumple de Melissa se va--
-Ya, ya, está bien, pero hay que regresarnos por el otro lado.

Habíamos caminado todo el Senna de Oeste a Este y el puente más cercano era el de Solferino, el famoso puente del amor, donde las parejas ponen un candado con sus nombres, lo cierran y tiran la llave al río, de manera tal que si alguien quiere deshacer esa unión, tendrá que bucear en el Senna hasta encontrar la llave y abrir el candado.

Cruzamos por ese puente y Alberto se sentó en una banca a amarrarse las agujetas, lo que me faltaba, esperarnos justo donde más corriente hay. Así, sentado se me quedó viendo con sus ojitos verdes entrecerrándolos por el viento y sonrío. Por cursi que suene se paró el tiempo y fui feliz: así con él mirándome y con una resolana de invierno iluminando París, París de fondo.

-¿Quieres ser mi novia?


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